Han pasado catorce años desde la muerte de Steve Jobs (que este 2025 habría cumplido 70 años), y todavía cuesta imaginar el mundo tecnológico sin su sombra. No solo por los productos que concibió, sino por la forma en que cambió la relación entre las personas y la tecnología. Antes de Jobs, los ordenadores eran herramientas; después, se convirtieron en extensiones del individuo. Su visión no fue meramente empresarial, sino cultural: transformar la informática en algo emocional, accesible, incluso bello. Aquel empeño por combinar arte y tecnología moldeó no solo a Apple, sino a toda una industria que, desde entonces, persigue la fusión entre utilidad y deseo.
Jobs falleció el 5 de octubre de 2011, apenas unas semanas después de presentar el iPhone 4S y de ceder el testigo a Tim Cook. Su historia se ha contado tantas veces que roza la fábula: el joven que, junto a Steve Wozniak, fundó Apple en un garaje en 1976; el visionario que en 1984 presentó el Macintosh y cambió para siempre la interfaz de los ordenadores personales; el líder que fue expulsado de su propia empresa en 1985, fundó NeXT, y años después regresó para salvar a Apple del colapso. Ese regreso, en 1997, fue también el comienzo de una nueva etapa: de los ordenadores domésticos se pasó a los dispositivos personales, y de ahí a la idea de un ecosistema cerrado donde hardware, software y servicios convivían bajo un mismo lenguaje estético y funcional.
Su capacidad para detectar lo que el mercado aún no sabía que necesitaba fue su mayor virtud. El iPod, lanzado en 2001, transformó la música portátil y preparó el terreno para la iTunes Store, que en 2003 reconfiguró la industria discográfica. Cuatro años más tarde llegaría el iPhone, un dispositivo que unificó comunicación, ocio y trabajo en un solo objeto. En 2008, con la apertura de la App Store, Jobs no solo vendió un teléfono: creó una economía entera basada en el desarrollo y la distribución de aplicaciones digitales. Cada uno de esos productos, más allá de su éxito comercial, redefinió sectores enteros. Jobs no inventó el reproductor MP3, ni el teléfono móvil, ni la tienda digital, pero fue quien logró que todos ellos se sintieran inevitables.
Su influencia no se detuvo en la tecnología. En 1986, tras su salida de Apple, Jobs compró a George Lucas una pequeña división de efectos digitales que acabaría convirtiéndose en Pixar. Allí impulsó una cultura de perfeccionismo y de confianza en el poder del relato visual. Bajo su supervisión ejecutiva, Pixar estrenó Toy Story en 1995, la primera película animada completamente por ordenador, y cambió para siempre el cine de animación. Cuando Disney adquirió Pixar en 2006, Jobs se convirtió en el mayor accionista individual de la compañía y miembro de su consejo. Aquella fusión no solo consolidó su fortuna personal, sino que extendió su filosofía creativa más allá de la tecnología: la idea de que las historias —igual que los productos— deben emocionar.
Pero la genialidad de Jobs también tuvo un reverso oscuro. Su obsesión por el control y su carácter volcánico marcaron el ritmo interno de Apple. Quienes trabajaron con él recuerdan tanto su capacidad de inspiración como su dureza extrema. Creía que un producto debía ser perfecto en todos sus aspectos, desde el circuito hasta la caja, y esa exigencia moldeó tanto el éxito como la tensión de la compañía. Su modelo cerrado —un ecosistema donde todo pasa por Apple— recibió críticas por su rigidez, por la dificultad para desarrollar fuera de sus normas y por la dependencia que generaba.
También hubo errores técnicos y comunicativos. El servicio MobileMe, lanzado en 2008, fue un fiasco desde el primer día: caídas constantes, sincronización defectuosa y una experiencia alejada del estándar Apple. Jobs no esquivó la responsabilidad y, en una reunión interna, llegó a decir que el proyecto “había avergonzado a la empresa”. Dos años después, el iPhone 4 protagonizó el célebre antennagate: los usuarios perdían cobertura al sostener el teléfono de cierto modo. Su respuesta inicial —“sujétalo de otra forma”— desató críticas, y Apple acabó ofreciendo fundas gratuitas a todos los clientes. Fueron incidentes menores frente al conjunto de su legado, pero sirvieron para recordar que el perfeccionismo puede rozar la ceguera cuando se confunde con infalibilidad.
Pese a todo, el legado de Jobs sigue intacto catorce años después. Apple continúa siendo una de las empresas más influyentes del planeta, y buena parte de su ADN —la integración vertical, el diseño centrado en la experiencia y la comunicación emocional— proviene directamente de su visión. Su forma de entender la tecnología inspiró a toda una generación de emprendedores, desde el hardware de consumo hasta la creación digital. Jobs no inventó la era pos-PC, pero la anticipó, y supo vestirla con un relato que hacía de la tecnología un aspiracional cultural. Su mirada hacia el diseño, el marketing y el control total del producto se convirtió en un modelo replicado, discutido y, en ocasiones, temido.
Pienso que esa es, quizás, su mayor herencia: la demostración de que una sola persona puede alterar el rumbo de industrias enteras, pero también de que esa influencia tiene un precio. Jobs buscaba la perfección, y la consiguió muchas veces, pero nunca fue un santo ni un genio infalible. Era, ante todo, un hombre con una idea obsesiva de cómo debía ser el futuro, y la determinación de construirlo a su manera. Catorce años después, seguimos viviendo en ese futuro, con el asombro de saber que aún caminamos por el mundo que él imaginó.
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